Me convertí en madre a una edad temprana. Mientras pensaba en si sería capaz de cuidar a mi hija del mismo modo en que mi mamá me cuidó a mí, recordé los momentos en que me sentí más amada.
Tengo dos hermanos mayores y, antes de que nacieran mis hermanos menores, yo era la más pequeña. Siempre encontraba mi lugar en el regazo de mi mamá. Para mí, aquel espacio era el sitio más cálido y seguro del mundo. A menudo ella me sostenía entre sus brazos, mecía mi cuerpo hacia adelante y hacia atrás y cantaba mi nombre con una melodía muy particular. Pero cuando nacieron mis hermanos menores, ya no pude seguir ocupando el regazo de mamá.
Aunque ya no pudiera sentarme en sus piernas, el amor de mi madre no cambió. Ella siempre me llamaba para que cuidáramos juntos a mis hermanitos. Sentía orgullo mientras los atendía, porque pensaba que estaba siendo de ayuda para ella, y eso me hacía feliz. Disfrutaba ver a mis hermanos recibir consuelo, sonreír y susurrarle cosas tiernas a mamá desde el mismo lugar que antes había sido mío. Mi madre me miraba y sonreía mientras cantaba mi nombre dentro de una canción larguísima y graciosa que incluía los nombres de todos sus hijos. Yo sentía que ocupaba un lugar muy especial en su corazón.
En lo espiritual, también crecí con una fe firme gracias al amor y al consuelo de nuestra Madre celestial. Su paciencia y su amor me impulsan a buscar con dedicación a los más pequeños del cielo. Cuando ellos experimenten la felicidad de jugar en el regazo de la Madre celestial, yo también estaré allí, compartiendo esa alegría a su lado.
Deseo de corazón poder darle a nuestra Madre celestial el gozo de pronunciar los nombres de todos sus hijos.