En el libro El Principito de Antoine de Saint-Exupéry, el principito vive en un diminuto asteroide donde florece una sola rosa. Cada día la cuida con ternura, con todo su corazón.
Durante su viaje, el principito llega a la Tierra y descubre un jardín lleno de rosas. Tras ver cinco mil rosas, se entristece al pensar que su rosa era una flor común. Entonces conoce a un zorro, quien le enseña el valor de crear lazos. Más tarde comprende que la rosa que protegió del viento, cuidó de los insectos y atendió con paciencia, incluso en sus quejas, vanidades y silencios, es única para él. A esto, el zorro le dice:
—Fue el tiempo que perdiste en tu rosa lo que la hizo tan importante.—
En un universo lleno de incontables estrellas, en la Tierra —un punto diminuto—, entre ocho mil millones de personas, unos pocos son escogidos. Estas pequeñas y sencillas almas pueden ocupar el noble puesto de sacerdotes reales del cielo porque Dios, con tiempo y amor, los ha moldeado como seres especiales.
Recordemos algo. Hay seres preciosos a los que Dios ha puesto todo su interés y cuidado desde la creación hasta ahora. Se trata de usted y los hermanos a su alrededor.